Irrail es la metáfora de un cuento mil veces conocido. La de un caso entre un millón; solo la muestra particular de una totalidad que nos hemos acostumbrado a asimilar. Decimos Irrail pero es el sueño de un tren más viejo que todos nosotros. Un tren que transporta consigo los anhelos de progreso, dignidad y futuro, pero que se ha perdido en los múltiples desvíos del tiempo y que no ha llegado hasta quienes aún hoy lo esperan. Las promesas de quienes, dijeron, traerían este tren vuelan lejos. Hace mucho que se fueron. Pero la esperanza tarda mucho más en partir; arraiga fuerte y se ha quedado sin tren con el que escapar.
Este Irrail, un tren irreal y un raíl que solo existe en nuestros sueños, narra la historia que se esconde, silenciosa, tras los muros de estas infraestructuras que hay por todo Teruel. La línea de ferrocarril entre Alcañiz y Teruel tuvo un día el sentido de vertebrar nuestro territorio, de servir para unir los centros económicos y de población más importantes de la población. El proyecto data de los años 20 del siglo pasado y fue entonces, en 1927, cuando se comenzaron las obras para llevarlo a cabo. Después de innumerables parones las obras se pararon definitivamente en 1935 por falta de fondos y de voluntad política para continuarlas. La guerra haría que el proyecto se desestimara definitivamente.
En este corto se nos cuenta aquello que pudo ser y que no fue. Irrail está vertebrado por las historias y las creencias de Francisco González Alcalde, mi abuelo, quien nos cuenta desde su experiencia como ferroviario turolense qué sabe de esta vía y cuál es su opinión sobre la situación en la que ha quedado. Junto a sus testimonios, un buen número de performances que simbolizan a la perfección todo lo que el tren que no fue representa. Nada más ni nada diferente de lo que cualquiera de nosotros sentimos al comprender que nuestra tierra es permanentemente olvidada. Hay rabia y hay desazón, pero también hay resignación e incredulidad.
Los sueños sobre lo que pudo ser se entremezclan con una realidad que no ha sido, con una esperanza que todavía pervive pero que, vieja y cansada, desiste ya, recogida al abrigo de su última parada. Un puente hay que nunca llegó a usarse pero también varias estaciones que tampoco llegaron a tener servicio. Edificios que no caen porque han sido cimentados con el olvido y que permanecen, bellos y solitarios, en medio de la nada para recordarnos las promesas que nunca han sido cumplidas. La maleza cubre ya su suelo y sus paredes se han convertido en lienzo de la memoria local. Muchos tejados han caído para dejar ver el cielo a unos pasajeros fantasma cuya esperanza lleva demasiado tiempo esperando.
En Irrail yo redescubro a un yayo reivindicativo, consciente de la injusticia histórica que con nuestra tierra han cometido. Mi abuelo ha dedicado toda su vida al ferrocarril y al carbón, consciente de que el progreso y el desarrollo de su tierra pasaba en buena medida por las máquinas de vapor que conducía. Pero él no podía construir líneas como tampoco podía conducir por trazados que nunca tuvieron raíl. Así pues, en su resignación, no nos dice nada que cualquier otro turolense no pueda reconocer: “¿Perdedores? La provincia de Teruel”; “No es cuestión de mucho dinero, es cuestión de que Teruel diga: a por ello. Y ahí sí que tienen que intervenir los políticos”.
No solo ha sido el olvido de nuestra tierra a la que nos tienen acostumbrados, es que durante la construcción había más de 2000 trabajadores que se quedaron prácticamente sin nada al cerrarse el proyecto. Todos ellos sufrieron la desgracia de trabajar en una tierra pobre que en Madrid interesaba ciertamente poco. De algún modo Irrail también les hace homenaje a ellos, constructores invisibles y negados de la historia a los que se les arrebató el propio fruto de su trabajo.
Así es la historia que nos acompaña, a la que por desgracia estamos acostumbrados pero que queda bien explicitada en este caso. Un tren que no fue, un camino que nos fue negado. Un futuro que desapareció con ese tren que se perdió en lo onírico. Como lo hizo también el tren de Andorra y otras muchas líneas aragonesas que si bien llegaron a construirse luego fueron deshechas porque ya habían cumplido su función. Por ello, cuando llegó el momento de abandonar la tierra y emigrar, ni siquiera lo pudimos hacer en un tren que nos llevara a un futuro lejos de nuestras ya despobladas comarcas. Hubimos de mancharnos con la tierra del camino, andar resignados y olvidando que, de algún modo, una pequeña parte de nuestra dignidad se había perdido también con ese tren soñado.
Guillén González
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